En Madrid solo queda una botería artesanal, la de Julio Rodríguez, en el barrio de La Latina. El oficio ha pasado de generación en generación pero cuando se jubile, si nadie lo remedia, desaparecerá de la Comunidad de Madrid.
Julio Rodríguez es el último botero de la Comunidad de Madrid y uno de los pocos que quedan en España. Su pequeña botería se encuentra en la calle del Águila, 12 en el barrio de La Latina. Allí, desde 1909, se hacen botas artesanales. Un oficio que ha pasado de generación en generación, pero que tiene un futuro difícil.
Un oficio artesanal
Las botas que hace Julio son de piel de cabra. Una vez trabajada, el pelo hay que cortarlo a un centímetro aproximadamente para que agarre la pez. La pez es resina de pino quemada, cocida y con un punto de aceite. Su misión es formar la capa impermeable del interior de la bota. “No tengo problemas en conseguir estos productos porque en España sigue habiendo muchas cabras y muchos pinos”, dice el botero.
A Julio le enseñó a hacer botas su abuelo Anastasio, que en su día había comenzado en el oficio trabajando como aprendiz, a los ocho años. Cuando Julio era pequeño, no quería verle por la botería, porque lo consideraba peligroso. Pero cuando su nieto creció comenzó a ayudarle esporádicamente. Y así fue aprendiendo el oficio, hasta que terminó haciéndose cargo del negocio.
La artesanía en horas bajas
Julio tiene unas manos grandes y fuertes. Curtidas después de más de 40 años cosiendo los pellejos. Antiguamente, no faltaban pedidos. “En cualquier casa siempre había una bota, un porrón y un botijo. Ahora no hay nada de esto. Hemos pasado a una cultura de usar y tirar, en la que el plástico es el rey”, comenta el artesano.
“Tampoco ha ayudado el hecho de que se prohibiera alcohol en los campos de fútbol. Hoy, quien va a los toros tampoco lleva bota. Los jóvenes prefieren tomarse un cubata. Y la caza tiene mal futuro. Así que cada vez nos piden menos producto y el trabajo artesanal es menos apreciado. Esto no ocurre solo mi oficio. En general toda la artesanía tiene un futuro muy negro porque la sociedad no valora en su justa medida lo tradicional”, nos cuenta.
Consejos de botero
Julio hace todas las botas que puede al día. A veces vienen turistas extranjeros a verle trabajar a su taller y le compran alguna, especialmente los visitantes latinoamericanos. El proceso de hacer una bota no ha variado durante siglos. Una vez curtida la piel se moja y se corta. Tras un primer hilvanado hay que coserla firmemente. Después se le da la vuelta y se cubre con la pez, que la vuelve impermeable.
A continuación llega el momento de colocar el brocal o boquilla, hoy de plástico pero antes de madera o hueso. Se limpia el collarín y se ponen los cordones. Y finalmente se le echa un poco de vino y después se vacía, para que al primer uso no tenga mal sabor. Dicen los entendidos que el vino en bota sabe mejor y es por su oxigenación hasta llegar a la boca, aunque hay quien asegura que es por el placer de beber a chorro.
Una bota, según cuenta Julio, puede durar más de 15 años siempre que se cuide adecuadamente. Si tiene vino, lo mejor es sacar todo el aire, para que no se avinagre. Además, cuando no se use debe permanecer en posición horizontal y con las paredes aplastadas, para que la pez se quede repartida. Pero si cuando la vamos a volver a usar las paredes están pegadas, antes de inflarla hay que calentarla al sol para que vuelva a ser flexible y no se rompa. También nos recuerda Julio que la bota es para guardar vino. “Si le echas Coca-Cola la destrozas”, apunta.
Futuro incierto
Julio no tiene aprendices a los que enseñarles a hacer botas. “Los jóvenes no están interesados en un oficio sin futuro y, de todas maneras, tampoco podría pagarles”, comenta. Atrás quedó una época en la que beber el vino en bota era la mejor forma de hacerlo en capeas, estadios, ríos, cacerías y romerías. No había forma más cómoda e higiénica de compartir la bebida. Era una época en la que las bodegas y los mesones tenían varios pellejos de animales para transportar el vino y el aceite. Y en cada pueblo había un botero.
Hasta el mismísimo Sancho Panza era amante del vino en bota. “Fiambreras traigo, y esta bota colgando el arzón de la silla, por sí o por no, y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y abrazos”, dice en el Quijote.
Hoy, quienes compran una bota son los nostálgicos de entonces. También están los convencidos de comprar una forma de beber sostenible o quienes quieren un objeto de adorno para su bodega o su hogar. En el número 12 de la calle del Águila todos ellos encuentran lo que buscan.
Por gentileza de:
EVA DEL AMO
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